Lo que cuenta la mirada 04/02/2019 | Comunicación Mes de Danza
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Texto: María Jesús de los Reyes Manzano
Foto: Luis Castilla

Lo que cuenta [nota 1 al pie] la mirada (o “La barca de Alexander”)                        

Mi mirada andaba entretenida en los quehaceres para instalarme en mi butaca, dejando a otras [nota 2 al pie] sentarse, ordenando mis cuatro cosas…, cuando vi entrar un cuerpo vestido con aparente seriedad. De hecho, más que vestido, me pareció disfrazado. Con su camisa blanca y su traje negro. Bien abrochadito todo, pero las mangas demasiado largas, el pantalón algo ancho, la chaqueta también…

Entró por la misma puerta por donde lo habíamos hecho su audiencia, como si fuera uno más de nosotros.

Anduvo el camino que separaba el patio de butacas de la escena, cual Caronte, enlazando mundos, el nuestro, el suyo y el de la escena. La barca era su mirada. Nos miraba llamando nuestra atención y nos llevaba a diferentes orillas: la de su presencia, la de los objetos en la escena y la nuestra propia ahí sentados, mirando. Nos llevaba y nos traía de un objeto a otro, a él, y a nuestra propia mirada.

Después de transitar ese pasillo, entró en escena. Caminaba con cambios de peso de una pierna a otra que me hacían recordar la presencia de un payaso cuando entra a la pista de circo, sin nada más importante que hacer que mirar al público. En ese momento su mirada me recordó a la de un niño, a la de un tímido payaso. Mirada que se abría, que no escondía nada, que nos buscaba a todas  [nota 3 al pie] en aquella otra orilla, frente a él.

Yo aún andaba despistada, mirando sólo por momentos la escena, poniendo cosas en otro asiento para ir comiendo sin molestar a nadie mientras veía el espectáculo, cuando, de repente, escuché algo que caía en escena, un golpe, y una exclamación entre el público. Miré de nuevo enseguida y me encontré otro cuerpo, totalmente desnudo, y otra mirada completamente opuesta a aquella que nos recibió antes. ¿¡Era otra persona!? … ¿¿Había sido uno de esos trucos de magia en lo que desaparece alguien?? ¿¿Y yo me lo había perdido?? Casi le pregunto a mi acompañante, tan grande era mi duda de si era otra persona distinta a la de antes…

El caso es que ahí estaba… Yo había dejado unos segundos atrás a un niño vestido de adulto, y me encuentro a un hombre completamente desnudo, con otra mirada, con otra búsqueda hacia nosotras y desde una orilla inesperada, donde nos decía con sus ojos: “Sí, esto es. Cuerpo. Mi cuerpo. Todo. Y es así.”  

A partir de ahí nos paseó con su mirada, y yo le acompañé con la mía, de un lugar a otro, como desde el principio, pero ahora cada puerto me parecía distinto, aunque fueran siempre los mismos destinos: los objetos, su cuerpo, su acción, nosotras (la audiencia).

Esa mirada que hacía las veces de barca, de puente, también me dejaba suspendida en las transformaciones de su cuerpo, evocadoras y sorpresivas; o me hacía dudar de los hallazgos que presentaba con un matiz que me transportaba muy dentro de él, a su acción interna, la primigenia: su intención. Hasta los músculos de su cara respondían a esos cambios, movimientos internos. Movimientos de pensamientos, de recuerdos, de intenciones, de emociones.

Y era desde ahí donde volvía a transformar aquello que acababa de exponer, ajustando su gestualidad con detalles ambiguos con los que parecía decir cosas distintas al mismo tiempo. Esa mirada que, se me antoja, trataba de aclarar, de reafirmar su acción, pero que nos ponía aún más en duda. Como el propio gesto… En uno de esos momentos donde mirada y gesto permanecían en ese viaje de exposición, duda y transformación, me pregunté: ¿Quiere un abrazo? ¿Está suplicando? ¿Necesita ayuda? ¿Sólo es un niño extraño que no sabe qué le pasa, que le pasan muchas cosas al mismo tiempo, cosas extrañas para él? ¿Sólo se está exponiendo? ¿Y le da miedo? ¿Le duele?… ¿¡Tengo que hacer algo!?…

Todo ello con el puente tendido, con la barca yendo y viniendo de su puerto, el de la escena, al nuestro, el de su audiencia. Rompía esa famosa cuarta pared, no tanto para venir con nosotras, como para hacernos ir con él. Nos miraba también observándonos en nuestro mirarle a él… Así, a la vez, nos hacía ver que se sabía perfectamente observado. 

Cuando no, conversaba directamente con miradas del “más difícil todavía”; de “no sé dónde estoy”; de “qué tontería lo que acabo de hacer, ¿verdad?”; de “esto es así, lo quieras ver o no, te resulte agradable o no, lo entiendas o no…”; de “te lo has creído, ha!…”

Sin embargo, cuando ya sólo me cabía esperar  una conclusión, no sé por qué, quizás simplemente por acumulación de todo lo ocurrido para dar lugar a alguna forma de final, nos lleva a una esquina, se esconde (a mí me lo pareció porque no recuerdo su mirada hacia el público) y nos expone una serie de imágenes de movimientos aún no presentados hasta el momento, de un cuerpo que vuela a pesar de estar anclado al suelo…

Y de repente, era el final… De golpe… Sólo recuerdo el maravillarme por este nuevo truco de “magia” y luego un saludo al público desde otro cuerpo, aún desnudo, ya demasiado, y otra mirada que no era ninguna de las de antes. Ahora estaba desconectada del juego, de la magia anterior, y me parecía en realidad nerviosa, preparándose o preparando algo, a pesar de haber, supuestamente, terminado…

Yo no podía aplaudir. Me decía a mí misma: “Espera. ¿Cómo que ya se ha terminado? ¿Dónde has terminado? Si hace un momento estabas volando, haciendo algo nuevo, algo que no puedo conectar con nada de lo que había pasado antes… ¿De nuevo me he perdido algo, como al principio…?”

El caso es que tras los aplausos él siguió por toda la escena con acciones que divagaban, pero que se sostenían al mismo tiempo en un “tengo que seguir, aunque no sepa qué hacer, aunque caiga por agotamiento, aunque me aburra, aunque se aburran… Si ellos siguen ahí yo, también”.

Todo esto al principio me resultó interesante. Creía que ahí estaría la posible conclusión que me faltaba, la consecuencia por acumulación que esperaba… Pero al cabo de un tiempo, seguía lo mismo. Nada sumaba. Sólo trozos de cosas que me interesaban pero que no podía ver la conexión o la intención final, ni buscada, ni azarosa; ni elaborada con el todo, ni simple por el momento. Sólo el pulso de un desafío, tampoco expuesto como tal, para ver quién se queda hasta “el final”.

Yo miraba a otras personas irse, y resistía en mi butaca. Lo miraba a él y a los objetos que usaba. Ya no conectaba con sus acciones ni intenciones. Ya no me llevaba de viaje con su mirada.

Y con esto me quedé como si no me hubieran leído el final del cuento. Un cuento que me había tenido en vilo tantas veces y que me había causado tanto movimiento, hasta llevarme dentro, de la escena, del actuante y de mis propios cuestionamientos.

De todas formas, el viaje fue excitante, los viajes. Y este vehículo en el que me subí para transitar su historia, la barca de su mirada, fue preciso y evocador al mismo tiempo. Tanto, como para dejar en mi memoria trazos de innumerables puertos inesperados o posibles, y que aún no sé nombrar.

 

[1]En su doble sentido de narrar y del valor que algo tiene.

[2]Todas las personas que pasaron eran mujeres.

[3]“Todas”, plural mayestático femenino referido a todas las personas que formábamos su audiencia.