Texto: Mariló Gallardo
Foto: Agustín Rodríguez
En la posición de alumna-espectadora asisto a la ruptura de los límites de una preciosa aula al estilo más convencional de la facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, que se transforma por el espacio de aproximadamente una hora, en un espacio vivo donde el movimiento humano entra de pleno. Dos mujeres, Natalia y Leonor, se enfrentan a este reto, y para ello ocupan el espacio establecido para el profesorado y nos dejan los asientos de madera dispuestos de manera consecutivos separados por un pasillo central, al espectador, que se dispersa por el graderío.
Una de las bailarinas, Leonor, nos muestra de dónde parte el perfil de su personaje, tras iniciar el espectáculo relatándoos las pautas de asistencia y puntualidad a seguir en sus clases, y me retraen a mi profesora de psicología evolutiva que también prohibía la entrada a clase una vez ella hubiese iniciado su plática. Pronto me saca de mi ensimismamiento risas de mis compañeros de la clase-teatro por ciertas frases irónicas, con efecto burlesco, que intercala en su discurso. Natalia, la otra bailarina, aprovecha para subir parsimoniosamente las gradas que componen la zona del alumnado-espectador, mirarnos, dejarse ver, y salir de la clase por la puerta trasera del aula.
Cuando Natalia vuelve al aula esta vez entrando por la puerta principal, la que accede directamente a la zona del enseñante, se transforma en un cuerpo explorador de los elementos que componen esa zona, que va desde la misma puerta y su quicio hasta las mesas del estrado. En esos momentos no la percibo como una danzante, sino como una especie de sustancia moldeable, casi gelatinosa que se va adhiriendo a los elementos que conforman el entorno que transita, hasta cuando se topa con la otra forma humano, Leonor, que inmóvil la observa. A partir de ese encuentro, ya algo comienza a cambiar. El personaje que representa Natalia va perdiendo, conforme avanza la partitura de la coreografía, su condición de dispersión, de disolución, de disgregación, a la vez que Leonor va ganando en amplitud de miras y movimiento, libertad en el espacio, en su ser y estar, todo ello gracias a experimentar principalmente desde la escucha “vicaria”.
A este proceso danzante le acompañan a ratos sonidos propios de una sala donde los crujidos de la madera, elemento principal de suelo y asientos, junto a los propios y habituales de los espectadores, se les unen otros ruidos similares, pero grabados, que me provocan hasta cierta incomodidad al llegar a creer que estaban contaminando el silencio que se precisaba para el espectáculo. También hubo ciertos fragmentos de música clásica y el contundente sonido de zapateo, principalmente de Leonor, que ocasionalmente eran acompañado por palmoteo y chasquido de su boca, que me hicieron vibrar en el baile flamenco de mucho agarre.
Todo esto me retrae a los movimientos centrípetos y centrífugos, pues pierdo la noción de quién pivota a quién, pero de una cosa estoy segura: los dos personajes que he visto danzar se han contagiado una de la otra, y aunque el largo de sus faldas pantalón aún me las identifican, por la puerta principal del aula salen otros dos personajes bien impregnados una de la otra, y el espacio, con sus mesas, sus ordenadores, su lámpara portátil y su inmensa y magnifica pizarra ya no volverá a ser el mismo para los alumnos-espectadores que hemos acompañado este transitar.